Al contrario que proclama la frasecita de marras, corren, tanto que vuelan, buenos tiempos para la lírica.
Lírica que da cobijo a mediocridad y cursilería, normalmente bajo el disfraz de modernidad -alpiste premium para los pobres-. Un modernerío con ubres que amamanta, como la perra loba a Rómulo y Remo, a la nueva sociedad, súbdita y esclava de la opinión exprés, del pensamiento inane y de las redes sociales -¡fiestas del pueblo con paletos aporreando iphones!-. Son estas un biotopo de condiciones cojonudas para la proliferación de una melancolía pantagruélica, del peripatetismo y de la flema presuntuosa.
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Reubicar el arte de cúchares en el mismo agujero negro ye-ye que las chicas almódovar o pitingo -virtuosismo ñoño, farándula demodé- es arrojar la última palada de tierra sobre su ataúd. Si de algo ha podido presumir siempre este espectáculo es de ser incatalogable. De un salvajismo enciclopédico, deconstruido a modo para las avinagradas papilas gustativas del hannibal lecter íbero. Qué diantres de ministerio, circunscripción o etiquetado va a necesitar el toreo, que logró a lo largo de los siglos lo que ningún otro magno imperio: sobrevivir a sí mismo y a sus parásitos, que fueron y siguen siendo legión; tampoco nació rey que le hiciera claudicar; ofreció la otra mejilla cuando fue excomulgado por el sumo pontífice de Roma; de guerras salió airoso; y su sancta sanctórum, el reto a muerte entre el hombre y la bestia, corrió como la pólvora por diferentes civilizaciones, con más formas que el diablo en el desierto y más fervor que cualquier otro rito ascético. Al fin y al cabo, la Tauromaquia es la primera religión que alumbró la Tierra y la última leyenda mitologica que verá Occidente.
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El palabro monoencaste esconde tras de sí una tragedia aún mayor: la unificación de lidias, estilos y criterios en una sola y repetitiva realidad: bienvenidos a la era de la monomentalidad.
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