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domingo, 17 de enero de 2016

Asépticos

Se ha hecho siempre así y se hace hoy; nosotros mismos hemos adquirido en pocos años ese privilegiado estatuto, el espejismo de que todos somos señores: en remotas naves industriales los obreros matan y despellejan y descuartizan y tazan y envasan los animales que consumimos una vez convertidos en objetos aceptablemente asépticos: filetes de color rosa, que más parecen salmón que ternera gracias a esas sustancias que les echan para que la carne no se oscurezca y resulte atractiva a la vista (sí, atractivo un cadáver despiezado, un cadáver desconyuntado como los que han sufrido los efectos de una deflagración): morcillos, chuletas y chuletones, entrecots y paletillas; muslitos y pechugas de pollo, metidos en alguna cajita blanca de poliuterano envuelta en papelfilm transparente, todo lo impoluto que puede ser tratándose del pequeño ataúd de algo que murió de muerte violenta. En la sección carnicería del híper no acaban de desaparecer del todo los rastros de sangre, los detectamos pero los obviamos. Nos esforzamos en descifrar sus signos, para que el cadáver despiezado no nos impresione, como nos impresionan los que vemos en la televisión, los tipos despatarrados en alguna avenida polvorienta con fondo de palmeras. En el estrato social inferior (del que hemos creído escaparnos los últimos años) no caben las discusiones metafísicas acerca de los límites del hombre cuando ejerce su derecho sobre otros animales. Hay lo que hay. No aparece el reino moral por ninguna parte.

                                                                                      En la orilla, Rafael Chirbes

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