Aquí unos extractos de la entrada, sólo son unos apuntes que me llaman la atención, pero la lectura es necesaria en su totalidad para reflexionar los aficionados al Toro.
Recurriendo a la vieja terminología kantiana, diré primero que tengo la «convicción » de que si la muerte del Toro de la Vega es cruenta, dramática, trágica, en ningún caso es un crimen.
Otra de las pocas certezas que sobreviven en el mar de mis dudas, es que los aficionados a los Ritos y Juegos Táuricos no se caracterizan por una propensión a la violencia superior a la del resto de la población. Me atrevería a pensar incluso que su peligrosidad es menor.
Si la muy noble y honrosa defensa de los animales constituye desde hace años tamaño «trending topic», es por la tremenda facilidad con que todo el mundo se puede identificar con ella. Facilidad y simplismo son palabras que nos van a acompañar hasta el final en este asunto, ya que esta ideología –creo que es la palabra adecuada– ofrece valores y palabras particularmente gratificantes para los egos de escasa consistencia.
Por desgracia, de forma harto imprudente y por otra parte etológicamente incorrecta, también los aficionados a los ritos táuricos han manejado desde siempre, para referirse al toro, un vocabulario antropomórfico, aristocratizante y claramente deóntico. Coinciden así con los animalistas en la atribución al toro de una “interioridad”, heroica para ellos, victimizada para los otros.
Si nos identificamos humanamente con el irrisorio rectángulo amarillo llamado Bob Esponja, cómo no vamos a sentirnos traspasados por los siete puñales de la agonía al ver alanceado el Toro de la Vega.
A esta ambulante máquina de digerir y producir metano le ha proporcionado la evolución dos defensas contra los predadores y una dinámica locomotora que la irresistible capacidad humana para producir significación, como decía Lévi-Strauss, ha puesto al servicio de prácticas culturales. Improbables en un principio, hoy son portadoras de una capacidad de homeostasis social absolutamente negada y despreciada por los animalistas e ignorada por la inmensa mayoría de la sociedad.
Pero la creencia animalista es un fundamentalismo de la subjetividad y no se arredra ante este tipo de razonamientos. Su fe en la santidad victimada del toro es inquebrantable y difícilmente rebatible. Puedo dudar de la existencia de Dios; no puedo dudar de la existencia del toro. No puedo probar la inexistencia de Dios; tampoco la de ese presunto “homúnculo” sufriente, agazapado en no se sabe qué parte de los entresijos del toro. Tampoco ellos, me objetarán, pueden probar sus fantasías. Ciertamente, pero tienen la enorme ventaja del tsunami lacrimal con que nos arrollan e inundan los medios. Se amparan en las tendencias antropomórficas que siguen activas, acabamos de verlo, en la arqueología de la mente humana, e imponen en muchas cabezas la precedencia de la emoción inmediata sobre las razones mediatas.
Por eso importa aludir aquí a las famosas neuronas-espejo, descubiertas en 1996, y fundamentales en la activación de la imitación y de la empatía. Son efectivamente las neuronas de la compasión, y hasta podríamos bautizarlas “neuronas de los animalistas” ya que gracias a ellas, en primer lugar, padecemos-con-el-toro, o eso pensamos, y en segundo lugar experimentamos dos sentimientos conexos y concomitantes: compadecemos al toro y nos compadecemos de nosotros. Es este último sentimiento el más decisivo, ya que nos imaginamos alanceados como el Toro de la Vega, y el sentimiento horroroso que genera esa improbable posibilidad, es fruto de la agudeza de nuestra imaginación y de la intensidad de nuestra conciencia.
Si los animalistas antropomorfizan de modo patológico los animales, en cambio no dudan en animalizar caricaturalmente los actores y espectadores de los Juegos y Ritos Táuricos, calificándolos de sádicos.
Si los ritos táuricos cruentos resultan hoy tan escandalosos es porque son la única manifestación publica de la muerte -¡hablo, claro, de nuestras sociedades!-, donde se exhibe sin tapujos, con su implacable evidencia yerta, bajo una luz cenital. En los ritos táuricos el acto de la muerte aparece desnudo, crudo, transparente a sí mismo y a la sociedad, sin antecedentes ni consecuencias, totalmente carente de odio, ni de ponzoñas sociales. Por su carácter público y ejemplar, por sus espacios privativos (la Plaza de Toros, la Vega de Tordesillas...), por su periodicidad (anual, en el caso que nos ocupa), la muerte del toro amansa el crimen intrahumano y lo arrastra fuera de la Polis.
El mal, precisamente, es aquello que no puede prohibirse. Lo que se puede prohibir, puede no ser positivo, en ningún caso es el mal. La violencia humana y los ritos táuricos cruentos son universos solipsistas y radicalmente inconexos. Prohibir las corridas de toros en Cataluña no le ha restado un ápice a la suma de dolor en el mundo. Prohibir el toro de la Vega no induciría el más mínimo paso adelante en la disminución de la violencia humana. Moralmente, tal prohibición sería un “brindis al sol” encargado de ocultar la realidad de una impotencia indiferente ante el mal verdadero. La blandura anímica de los animalistas se recrea en una compasión extraviada que ha perdido de vista el camino escarpado de la Moral.
Este exhibicionismo patológico de la propia bondad caracteriza los proselitismos religiosos más propensos a la violencia ciega contra quienes rechazan sus dogmas. Es el lenguaje, hoy, de los islamistas más sanguinarios. Apuesto que ni uno de estos miles de comentaristas ha dedicado una línea al suplicio atroz de David Haines y de hacerlo alguno, puedo asegurar que el tono sería comedido, porque “buena parte de la culpa la tenemos los occidentales y no conviene satanizar al otro”. Salvo si es aficionado a los Juegos y Ritos Táuricos.
Considero desde hace muchos años que el buen aficionado es aquél que se sitúa en el filo de la navaja de su decisión y tras profundas dudas opta por la continuidad y la grandeza de aquellos ritos. Incluyendo el Toro de la Vega. Quien no toma sus decisiones en el filo de la navaja pertenece a la especie humana, pero no acaba de acceder a la condición humana.
No menos interesante esta carta del autor, Jean PALETTE-CAZAJUS, a José Ramón Márquez por la postura que hemos tomado muchos aficionados (sciunt culpam meam) de no posicionarnos o ignorar la polémica sobre el Toro de la Vega, porque como dice el autor cuando caigan estas manifestaciones táuricas se lanzaran como buitres a las corridas de toros. Todo construido como una fábula alegórica sobre Dien Bien Phu, la última batalla en la guerra de Indochina.
En el perímetro del campo había unos puntos de apoyo, bautizados con nombres de mujer, («La France sera toujours la France !»...por más que ya sea mentira).
(Podemos considerar que las celebraciones, tipo Tordesillas, Coria, Medinaceli, etc, son el equivalente de lo que eran Béatrice, Eliane o Isabelle en DBPhu: Caídos estos puntos de apoyo, la batalla final contra el bastión principal, la corrida formal, sola y aislada, será una -breve- cuestión de tiempo.)
No quisiera llorar de viejo por los toros como lo hice de tierno infante, oyendo en la radio la caída de «Isabelle», el fortín-cerrojo.
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