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jueves, 1 de agosto de 2013

'El hombre que enseñaba a los toreros a morir' por Francisco Apaolaza



Solo una personalidad tan arrolladora como la de Antonio Corbacho podría estar detrás de un revolucionario del toreo como José Tomás. Solo una personalidad tan sideral como la suya fue capaz de enseñar y descubrir los principios últimos del compromiso radical entre el arte y el riesgo. Corbacho, parte sustancial e inevitable de la historia filosófica del toreo, ha muerto hoy miércoles en Madrid aquejado de una enfermedad hepática que acarreaba desde hace años.
El apoderado nació en Madrid en 1951 y se formó como novillero, pero después de varios percances se pasó a la segunda fila de los toreros de plata, donde desarrolló una carrera con los principales matadores de su época. Se retiró en México y durante esa estancia pasó a ser apoderado. Al otro lado del Atlántico conoció a José Tomás. Fue un descubrimiento mutuo, un choque descomunal de fuerzas y personalidades que propició la depuración mental y técnica del matador. También apoderó a otros, como Alejandro Talavante, cuya llegada supuso la ruptura entre el apoderado y Tomás, con quien mantuvo en adelante una relación fría. “Nos dejamos de hablar. Por nada. Nos parecemos mucho, con la diferencia de que él tiene dos cojones y yo no. Es una reacción lógica en un discípulo que supera al maestro. Él es grandioso, yo no”, respondía en una entrevista con este reportero en mayo de 2011. En los últimos años apoderó a otros matadores como Esaú Fernández y en los últimos tiempos al novillero colombiano Sebastián Ritter, con quien hizo su última aparición en el callejón, tocado con un sombrero negro de fieltro el pasado San Isidro.

Toreros y samuráis

Corbacho aplicaba al mundo del toro el ‘Bushido’ y los códigos de comportamiento de los guerreros japoneses. Se acercó a aquel mundo a través de Michael Von der Goltz, un amigo suyo novillero y barón alemán con el que entraba en los cines a ver películas de Kurosawa después de beber sake. A partir de ese momento, el apoderado, que resultó un estudioso de autores como Confucio y Anácletas, depuró un código mental, unas reglas radicales de comportamiento que influyeron en sus pupilos. «El toreo tiene que ver mucho con aquel mundo de honor del samurai, de compromiso vital, de aceptación de la propia muerte». Una parte importante de esas teorías se vieron en los toreros que forjó y en su capacidad para el sacrificio en la plaza, «algo incomprensible hoy en día, en una sociedad en la que la gente se cree con todos los derechos y ninguna obligación».
Para lograr preparar física y mentalmente a los matadores, el apoderado aplicaba sesiones de yoga y de ejercicio extremo, pero sobre todo profundizaba en los conceptos vitales de la tauromaquia a través de una suerte de mayéutica en la que maestro y preparador exploraban juntos las teorías del toreo. «Hablamos mucho, para conocerles y ayudarles a que encuentren su propio camino», decía.
El apoderado, dotado de una conversación austera pero imprevisible y en todo caso deslumbrante, vivía en una pintoresca casa en La Alcornocosa, cerca del municipio sevillano del Castillo de las Guardas rodeado de ovejas, burros, gallinas y otros estrafalarios animales como erizos y un loro. Durante los últimos años le acompañaban su esposa y Antonio Manuel, un enano que ‘rescató’ de un espectáculo cómico para enseñarle a torear. Descanse en paz.

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