A través del twitter de Noelia Jiménez enlaza con una página web de la UCTL donde aparecen varios artículos de temática taurina escritos por Mario Vargas Llosa, de los cuales el más citado ha sido su último artículo publicado en el País el pasado mes de abril: Torear y otras maldades, también he visto como se citaba otro muy interesante como era otro en el que hace referencias a su iniciación a la tauromaquia desde su niñez: La capa de Belmonte.
Pero aún servidor le ha gustado especialmente un artículo que vió la luz allá por el 2004 cuando los politicastros declararon Barcelona, ciudad antitaurina y la taurinería se dedicó lanzar cuatro improperios, cada cual con la guerra por su cuenta y a seguir mirándose al ombligo, La última corrida.
¿Por qué, en el reciente debate suscitado por este asunto, quienes defendemos las corridas hemos estado tan reticentes y tan parcos y prácticamente dejado el campo libre a los valedores de la abolición? Por una razón muy simple: porque nadie que no sea un obtuso o un fanático puede negar que la fiesta de los toros, un espectáculo que alcanza a veces momentos de una indescriptible belleza e intensidad y que tiene tras él una robusta tradición que se refleja en todas las manifestaciones de la cultura hispánica, está impregnado de violencia y de crueldad. Eso crea en nosotros, los aficionados, un malestar y una conciencia desgarrada entre el placer y la ética, en su versión contemporánea.
Me pregunto cuántos de los partidarios de la supresión de las corridas están dispuestos a llevar sus convicciones hasta este extremo y aceptar un mundo en el que los seres humanos vivirían confinados en el vegetarianismo...
Los enemigos de la tauromaquia se equivocan creyendo que la fiesta de los toros es un puro ejercicio de maldad en el que unas masas irracionales vuelcan un odio atávico contra la bestia. En verdad, detrás de la fiesta hay todo un culto amoroso y delicado en el que el toro es el rey.
Mientras no se materialice esa utopía seguiré defendiendo las corridas de toros, por lo bellas y emocionantes que pueden ser, sin, por supuesto, tratar de arrastrar a ellas a nadie que las rechace porque le aburren o porque la violencia y la sangre que en ellas corren le repugna. A mi me repugnan también, pues soy una persona más bien pacífica. Y creo que le ocurre a la inmensa mayoría de los aficionados. Lo que nos conmueve y embelesa en una buena corrida es, justamente, que la fascinante combinación de gracia, sabiduría, arrojo e inspiración de un torero, y la bravura, nobleza y elegancia de un toro bravo, consiguen, en una buena faena, en esa misteriosa complicidad que los encadena, eclipsar todo el dolor y el riesgo invertidos en ella, creando unas imágenes que participan al mismo tiempo de la intensidad de la música y el movimiento de la danza, la plasticidad pictórica del arte y la profundidad efímera de un espectáculo teatral, algo que tiene de rito e improvisación, y que se carga, en un momento dado, de religiosidad, de mito y de un simbolismo que representa la condición humana, ese misterio de que está hecha esa vida nuestra que existe sólo gracias a su contrapartida que es la muerte. Las corridas de toros nos recuerdan, dentro del hechizo en que nos sumen las buenas tardes, lo precaria que es la existencia y cómo, gracias a esa frágil y perecedera naturaleza que es la suya, puede ser incomparablemente maravillosa.
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